El ser humano lleva milenios evolucionando, desarrollándose en un planeta que ha logrado domar y conquistar para convertirlo en el hogar perfecto. Incluso a costa de destruir, en parte, nuestro hábitat natural, hemos ido construyendo ciudades cada vez más grandes, para ser más felices, para estar más cómodos. Sin embargo, esa evolución todavía queda anclada a lo que somos genéticamente, al punto del que venimos. Seguimos siendo animales, y nuestro organismo lo sabe, así como nuestro cerebro, que conserva esos recuerdos atávicos de nuestros antepasados. Ya no hay que enfrentarse a animales depredadores, pero el instinto sigue presente, cuando volamos en un avión, cuando entramos en una pelea, o incluso cuando conocemos a alguien que nos atrae. La biología bombardea nuestro organismo para indicarnos que esa es la persona con la que deseamos pasar un buen rato. Como objetivo primordial, aunque inconsciente, la procreación. El hombre nace, crece, se reproduce y muere. Hemos de dejar nuestro legado genético en el mundo, y para ello, el deseo sexual es imprescindible.
A lo largo de estos siglos, la sociedad y la cultura han maleado ese concepto, el de deseo sexual, de una manera bastante rocambolesca. La atracción siempre ha existido, de una manera incluso inexplicable a veces. Nos sentíamos empujados por una especie de fuerza superior a entregarnos al placer, en busca de descendencia. Es lo que nos ha traído aquí como especie, lo que nos ha permitido perpetuarnos, multiplicarnos y expandirnos. Sin embargo, las cosas han cambiado muchísimo en apenas un siglo. ¿Un cambio tan drástico que puede suponer un punto de inflexión para la especie dominante? Por supuesto. En el momento en el que los anticonceptivos se han convertido en algo común, especialmente en el primer mundo, la situación ha revertido. El sexo ahora se puede disfrutar por sí mismo, sin necesidad de buscar la progenie. Podemos entregarnos al placer con distintas personas, sin meternos en una relación seria, algo que hasta hace no tanto estaba muy mal visto. Esto ha generado una sobresexualización de la sociedad, que a la vez también ha traído como inesperada consecuencia el reprimir ese deseo sexual por parte de algunas personas. ¿Es esto posible? Y si lo es, ¿es adecuado o sano?
El deseo, inherente al ser humano
Vamos a partir de la base científica y biológica que nos habla del deseo como uno de los acicates imprescindibles para el ser humano. La evolución nos ha traído hasta aquí gracias a nuestra inteligencia superior, pero el deseo sexual jamás ha estado supeditado a ella… salvo en estos tiempos. Y es algo natural, por otra parte, para un animal capaz de racionalizar sus actos, eso de no caer en un impulso tan primitivo, pero a la vez tan necesario, como es el placer sexual. Tanto es así que el deseo se ha convertido para algunos en un mantra, y para otros en una forma de subyugación a su parte más oscura y animal. Algo indeseado, en otras palabras, porque nos aparta de nuestra manera de pensar, de racionalizarlo todo. Sin embargo, el deseo está ahí de manera natural, y no podemos obviarlo, o pensar que no tenemos, salvo en casos muy contados. Como mucho, podremos reprimirlo.
En nuestra genética, en nuestra parte más antigua, está grabado a fuego ese impulso sexual por entregarnos al placer con la persona que nos atrae. Da igual si es hombre o mujer, si es objetivamente atractiva o sencillamente solo nos gusta a nosotros. Ese impulso sexual tiene que ver con compartir algo especial, un momento íntimo, con la demostración de una pasión que podemos guardar, pero que es mucho más divertido sacar a la luz. Sin embargo, la cultura también ha ido maleando el concepto de deseo en los últimos tiempos. En ocasiones, de hecho, se produce un tira y afloja entre ese deseo sexual natural y la idea que tenemos hoy por hoy del sexo, como algo solo para gozar, o también como algo inadecuado o sucio, si preguntamos en según qué sectores. Lo que es indudable es que todos tenemos que “enfrentarnos” a ese deseo, y tomar una decisión con respecto a él.
La monogamia y la sexualidad
Si bien el deseo sexual es algo inherente al ser humano, el constructo social del matrimonio o la pareja monógama es algo creado por la propia sociedad. Hay lugares donde las relaciones abiertas son comunes como punto de partida, no como algo excepcional. También hay sociedades en las que un mismo hombre puede tener varias mujeres, siempre y cuando pueda proveerlas. La monogamia se asentó como una fórmula perfecta para asegurar los núcleos familiares, imprescindibles para el desarrollo de las sociedades. Se vitaba así, por ejemplo, la pérdida del sentimiento de pertenencia a una familia, a un legado. Se ponía en valor también la posesión, aunque este término nos resulte hoy por hoy absolutamente arcaico al hablar de pareja. La monogamia se fue construyendo en pos de mantener la estabilidad de una tribu, pero en muchas ocasiones guardaba ciertos oscuros secretos.
Como por ejemplo, la gran cantidad de personas que, aun teniendo pareja y estando en matrimonios monógamos, han tenido relaciones fuera de ese matrimonio. En su mayoría de carácter meramente sexual, en otras, de forma mucho más explícita y creando un vínculo emocional o sentimental. La monogamia no pasa por sus mejores tiempos en estos momentos, cuando es vista por las nuevas generaciones como un modelo ya desfasado. La fidelidad a la pareja es solo una parte de la confianza que le debemos pero, si todos tenemos deseos por otras personas, ¿por qué hemos de reprimirlos? Esta situación solo genera infidelidades, con hombres y mujeres teniendo aventuras fuera del matrimonio, acudiendo a prostitutas para satisfacer un placer que no encuentran en su relación…
Abstinencia, un camino complejo
El deseo sexual se ha convertido hoy por hoy en algo tan común que a veces resulta incluso demasiado sencillo satisfacerlo. Algo que acaba provocando, por ejemplo, que haya mucha gente “enganchada” al sexo, con una auténtica adicción, o que sea consciente de que sus deseos no son precisamente correctos. Por eso, la abstinencia también se ha convertido en un camino cada vez más utilizado tanto por hombres como mujeres. Y hablamos, por supuesto, de un celibato voluntario, no impuesto, por no encontrar una pareja. De hecho, los hombres célibes por obligación, conocidos como incels, suelen acudir a profesionales del placer para acabar con dicha abstinencia. Sin embargo, culpan a la sociedad y a ciertos sectores como el feminismo de no poder encontrar una pareja sexual acorde a ellos, sin hacer demasiada autocrítica.
Encontramos en la abstinencia sexual un concepto complejo hoy día, ya que es algo que, habitualmente, se ha relacionado con la fe y la castidad. Si antes lo casto era lo puro, especialmente para las mujeres, hoy por hoy resulta mucho más complicado encontrar a personas que mantengan esa visión. La abstinencia, sin embargo, viene ahora dada después de un periodo de mucho sexo, para equilibrar nuestras fuerzas y deseos, para no dejarnos llevar siempre por la tentación. En muchos hombres, esa abstinencia voluntaria parece servir para focalizarse mejor en sus objetivos vitales, como crecer económicamente, concentrarse para el estudio, para mejorar en ellos mismos… El sexo, sin embargo, suele tirar demasiado y en muchas ocasiones, la abstinencia solo dura lo que tardamos en conocer a alguien que nos trae de verdad y viene con morbosas intenciones.